Friday, September 08, 2006

La Galileo

"Salvador Amargo, hubo de recordar, frente al último concierto de La Galileo, el día en que su padre lo llevó a disfrutar de las cantatas de Rafael Amor"

(Manipulación de Cien años de soledad)
La Sala Galileo se entretiene, al borde de la frontera con Cea Bermúdez, entre malta y lúpulo, canapés y diversas artes: asiduos cantautores reflejan sus preocupaciones en los focos sudorosos del local, hilarantes humoristas practican el arte de la risa; los prácticos se envenenan en otros lugares. El idealismo quijotesco mana de entre las barbas del cantor argentino con aires más refunfuñados que de bufón pero siempre simpático, y picantemente provocador. El argentino baila sus dedos entre las ondeantes cuerdas, tensas pero suaves, metálicas y dulces. El público es acogido por los acordes –brazos ciegos que no temen ni juzgan a nadie-, mecidos en los oídos como lamento vivaz de la guitarra rematada… Luces. Respuesta. Protesta. El bar musical Galileo Galilei se presenta como un galeón invertido. El capitán dirige el sonido desde el timón. En popa el almirante se enfrenta al respetable, mostrando sus sentimientos escoltados por un contingente de mariposas que baten desde sus alas la música; es también una patera a la deriva, y jamás llegue su naufragio… Su neutralización significaría el cese de la bandera progresista –aunque peligroso sea hablar de progresismo-, significaría entregar las llaves del barracón. El bar es algo así como la cueva donde los obligados de despojan de sus disfraces para ir a la oficina; y se rompen filas, y las guitarras apuntan, y abren fuego los artistas. En poco tiempo el enemigo –la rutina y la ceguera- cae rendido a la magnánima e irrefrenable fuerza del arte. El esplendor se refleja en el rostro anonadado del boquiabierto espectador, casi activo en la utopía. Idealismo. Reacción. Despertar.
La revolución se entreve por las aturdidas mentes. Cuando todo está orquestado, cuando la detonación está ya toda preparada, entonces la ciudad vuelve a despertar en su noche, y Madrid vuelve a ser, de nuevo, una ciudad de cuatro millones de cadáveres: el trabajo y el metal llaman a las perturbadas conciencias de los ni siquiera insurrectos – ¿necesario recordar que las insurrecciones siempre fueron placadas?-. El ideal y el arte nacen y mueren, se encienden y se apagan en su propia cuna. Al fin y al cabo aquí, con los ideales, también es como la vida: el origen de todo es su propio fin, la muerte de sí mismo.

Salvador Amargo
"La Galileo"
Junio/Septiembre de 2006
Abrumadora política...

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